Cleopatra

Los manifestantes copan la gran puerta del Museo de Alejandría. Son hombres y mujeres de clase alta: observo túnicas hechas con lino de buena calidad y adornos que identifican a sacerdotes de Serapis, a escribas, a eruditos y profesores, a investigadores, a estudiantes. Parece que toda la plana mayor del Museo ha salido a protestar contra la conferencia que va a dar Lucio Silesio Vericola.

No se andan con remilgos. En el rato que llevo mirando han conseguido tender una cadena de un lado al otro de la gran puerta. Una multitud de curiosos se agolpa a ver de qué va el tema (no hay nada que le guste más a un alejandrino que el espectáculo callejero gratis) y, en cuanto se lo comunican, muchos se unen a la manifestación. A Vericola le tienen odio sobre todo entre las clases ilustradas, sí, pero las cosas que dice atacan directamente a la identidad nacional de los egipcios. No es un hombre popular aquí.

Me divierte ver que, aun así, algunos le defienden. O si no a él directamente, sí a su derecho a hablar. “¡El Museo es un lugar de discusión libre!”, grita una mujer con pinta de comerciante. Uno de los profesores le replica que la discusión debe ser entre teorías con base científica, interviene un arpista para defender a la mercader, alguien intenta arrancar una de las pancartas anti-Vericola y pronto se forma un tumulto. Me alejo antes de que la patrulla de seguridad de la ciudad empiece a repartir palos.

Porque además, ¿qué necesidad hay de entrar por la puerta principal del Museo? Cualquiera que haya vivido un tiempo en esta ciudad maravillosa sabe que hay otros ocho accesos oficiales, y que luego el interior es un laberinto de pasillos, patios, callejones y escaleras, donde ya el único problema es encontrar la sala de conferencias que te interesa. Penetro al recinto por el jardín botánico y en menos de media clepsidra estoy sentado en el incómodo taburete de madera tapizada en el que voy a presenciar la conferencia del tipo que dice que fueron los dioses quienes salvaron a Egipto.

Cuando yo entro no hay mucha gente. No sé si es el piquete de la puerta o que de verdad nadie quiere a Vericola, pero en la sala caben más de doscientas personas y no seremos ni treinta; sin contar, por supuesto, a los dos miembros del personal de seguridad, que ya está vigilando que nadie le haga nada a la silla o a la jarra de agua del orador. La mayoría de público son estudiantes con pinta de aburridos y algún profesor. En los siguientes minutos hay un leve goteo de interesados y la afluencia de público aumenta algo, pero cuando Vericola llega apenas está llena una cuarta parte del auditorio.

Es un hombre enjuto, escuchimizado, que se parapeta detrás de unas enormes gafas. Es lo primero que me hace sonreír. “Mucho negar que los nahanianos vengan de otro mundo, y mira cómo usa sus regalos. ¿O creerá que son artefactos divinos?” También lleva un fajo de papeles industriales (¡más regalos de los extraterrestres!) y está sudando como un pollo en el asador porque sigue vestido a la romana. Nada de todo esto le va a ayudar a ganarse a su auditorio, y eso que quienes están aquí es porque ya tienen algo de interés en lo que vaya a decir.

—Esto… buenos días —empieza a hablar, y lo hace para su toga. Puedo escuchar los chasquidos de desaprobación de profesores y estudiantes—. Muchas gracias a la dirección del Museo por invitarme, a pesar de…

Como si fuera una coreografía ensayada, media docena de los asistentes al acto, que se han situado en puntos distintos del auditorio, se levantan y se ponen a gritar.

—¡Fuera!

—¡Largo de aquí!

—¡Crédulos y estafadores fuera del Museo!

Todos ellos golpean sus asientos a la vez que gritan. Los dos de seguridad, desbordados, no saben a por cuáles ir; se separan y los dos activistas que han elegido como objetivos echan a correr por la sala mientras tiran papeles al aire. Ninguno va hacia Vericola, que está pálido como un muerto y se agarra al atril con manos crispadas, ni hace amago alguno de sacar un arma. Solo alborotan e interrumpen. Pasa una clepsidra hasta que los echan a todos, y otra media hasta que el orador deja de tener pinta de ir a echarse a llorar en cualquier momento.

—Bueno… disculpad… disculpad esta interrupción —dice—. Como iba diciendo, muchas gracias a la dirección del Museo por invitarme, a pesar de estas… cosas —ensaya una risita tímida, que se topa con el muro de un auditorio hosco.

Dos puestos a mi derecha, una anciana rubia se ríe de forma cruel. No con el orador, sino contra el orador.

—Pues a mí me ha divertido mucho, ¿a ti no, chico? —me susurra.

Le hago un gesto genérico y sigo escuchando.

—En fin, al menos aquí no me han sacado un cuchillo, como en Tebas —sigue lamentándose Vericola—. ¡Contar la verdad es difícil, incluso en lugares donde debería prevalecer el libre intercambio de ideas! Porque claro, en el mismo momento en que uno opina contra lo que está establecido como verdad, muchos se ponen nerviosos. Y eso que no debería haber ningún problema, ¿no? Si tan seguros están de lo que dicen sobre los nahanianos —casi escupe la palabra—, ¿por qué se niegan a un debate racional?

El auditorio empieza a rebullir. Abrir el discurso con este enfoque en el Museo de Alejandría, a cuya imagen se han formado todos los grandes centros de educación superior del mundo, es la enésima decisión estúpida que toma el orador desde que ha entrado en la sala. La anciana de mi derecha vuelve a soltar su risa cruel. Vericola se da cuenta de la incomodidad de sus oyentes y cambia de tercio.

—Vayamos, pues, a las pruebas. La Historia “oficial” nos dice que hace muchos milenios, una nave nahaniana —y vuelve a escupir la palabra— se estrelló en la tierra del país de Kemi. Que sus tripulantes fueron confundidos con dioses y, por tanto, recibidos con pompa y boato por los faraones. ¡Más aún —mientras desgrana la introducción de su discurso se ha ido animando, y ahora hasta se le oye—, se nos dice, se nos dice, se nos dice y se supone que tenemos que creerlo, que nuestros dioses, QUE NUESTROS DIOSES no eran más que la forma en que los habitantes de Egipto interpretaron a los nahanianos y a sus esclavos y mascotas!

— Me enerva que este extranjero se atreva a apropiarse así de la religión de esta tierra—dice la anciana de mi derecha.

La observo de reojo. Es cierto que Vericola es romano, pero el rubio de esta mujer es natural y tiene la piel clara. Eso es común en más de la mitad de los alejandrinos, yo incluido, pero no sé si es la persona más indicada para hablar.

—Bueno, puede haberse convertido —susurra.

—Claro que se ha convertido —gruñe la mujer, como si fuera una afrenta personal hacia ella. Después, me mira, me calibra y se sienta a mi lado. Estupendo—. Hizo todo el ceremonial. Pero sigue sin ser correcto.

En el escenario, Vericola termina de exponer el episodio de la historia antigua (que, por supuesto, también impugna) en el que la nave varada de los nahanianos ayudó a construir las primeras pirámides y dejó tecnología elevadora que permitió levantar las siguientes. Sin embargo, hasta ahora no ha dado un solo dato que pruebe que eso sea mentira, solo el tono de voz burlón de “venga, ¿cómo podéis creer eso?”

—Lo demás lo cuentan los libros de historia, y es tan inverosímil como lo anterior. Los nahanianos, tras su rescate, agradecieron al faraón su ayuda y le dejaron un mecanismo por el cual podían llamarle para pedir socorro si lo necesitaban. Y luego se fueron.

—Ahora sale Cleopatra VII en la historia —le susurro yo a mi compañera de asiento, casi por evitar que lo diga ella—. Espero que no hable en su contra, o le pueden destrozar aquí mismo, guardias o no guardias.

Pero el orador es demasiado astuto (o quizás ha repetido su conferencia demasiadas veces y le han sacado demasiados puñales) como para echar mierda sobre la heroína nacional del Estado y el pueblo egipcio. Pinta en tono patético la batalla de Accio, en la cual las tropas de Cleopatra y Marco Antonio fueron laminadas por las de Octavio. Habla de la ocupación de Alejandría y del suicido de Antonio. La vieja de mi derecha bufa por el intento de conseguir apoyo, pero parece efectivo. Se oye hasta algún sollozo.

—¡Y entonces, se llega a lo más absurdo de esta historia! ¡Que Cleopatra había invertido años en buscar el mecanismo de ayuda, que se había perdido en los siglos, y que lo había encontrado! Y que cuando se vio perdida, lo activó. ¡Qué historia, amigos, qué historia!

—¿Y qué pasó en realidad, Vericola? —grita una mujer desde el público, con voz de guasa.

El orador se queda parado, pero no puede hacer nada. Interpelar al orador es parte de la costumbre del Museo, y mientras las preguntas sean razonables debe intentar contestarlas.

—¡El país de Kemi estaba perdido! —golpea el atril—. Cleopatra estaba a horas de morir. Ptolomeo, su hijo, ese niño al que llamaban Cesarión, también. ¡Y ya está! No habría nadie más a quien nombrar faraón, ni siquiera como títere. Egipto se habría convertido en parte de Roma. Así que los dioses intervinieron —y se encoge de hombros, como el que enuncia una verdad evidente.

Se monta el guirigay, claro. Una cosa es que todos conozcamos las teorías de Vericola y otra escucharlas. Pero el orador se ha venido arriba y sigue soltando disparates.

—¡Son los dioses y sus criados los que salieron del pórtico de fuego que se alzó aquel día en Alejandría! ¡Ellos fueron quienes mataron a Octavio y a sus legiones, quienes nos dieron la Judea, quienes subyugaron la república romana y la sometieron al pago de un tributo, quienes les prohibieron tener tierras al este de Melite, quienes nos dieron tecnologías nuevas para defendernos…!

—Se lo comen —murmura la anciana, y esboza una sonrisa con demasiados dientes—. Hoy no sale vivo de aquí.

—¿Y por qué fingen? ¿Por qué nos dicen que son de otra tierra? —pregunta la guasona, a voces.

—¿A dónde van los que viajan por los pórticos de fuego? De hecho, ¿qué son los pórticos de fuego, si la tierra de los dioses se encuentra al oeste? —pregunta un profesor.

—Yo estoy confuso, profesor Vericola —intenta hablar un estudiante—, por el hecho de que los dioses sean tantos, y no se parezcan a las estelas, y sepan tanto de máquinas… ¿me escucha, profesor? ¡Profesor!

Todas las voces se confunden, pero al final solo escucho las imprecaciones que lanza en voz baja la vieja. Empiezo a valorar el cambiarme de asiento.

—¡A ver, uno a uno! —el orador pide calma. El auditorio se va callando—. Usted. ¿Cuál era su pregunta?

—Cleopatra VII. Su longevidad —pregunta una estudiante con gafas—. ¿Eso cómo se explica? ¡Reinó durante ciento diecisiete años después de que se abriera el pórtico de fuego! Nos dicen que la sometieron a un procedimiento médico para garantizar un enlace sólido con los nahanios, pero…

Vericola desestima ese argumento con un gesto.

—Los dioses del país de Kemi tienen grandes poderes, muchacha, y los invirtieron todos en proteger a la mujer que los invocó con su fe y con su dolor. No la escudaron de la muerte, sino de los males cuya consecuencia es la muerte: la enfermedad, la vejez… Fue una carga dura, sí, pero alguien debía asumirla —dice, campanudo.

—Este tío es un zopenco o un orate, y se ha metido él solo en la trampa —me dice la anciana, con aspecto de gato que se acaba de beber la leche.

En efecto, la estudiante sonríe y repregunta:

—Y entonces, si estaba protegida por los dioses, ¿cómo es que murió en una revuelta ciento siete años después? ¿Cómo es que se hizo tan impopular que la turba destrozó su cadáver hasta el punto de que nunca lo encontraron? ¿Es que los dioses la abandonaron? Pues qué mal momento, ¿no?

Risotada. Las siguientes cuatro clepsidras son para Vericola un suplicio en el que miembros del público cada vez más irrespetuosos le plantean preguntas con la velocidad de uno de los nuevos fusiles ametralladores. El pobre hombre acaba casi llorando, con los papeles desordenados y el sudor corriéndole de forma franca por sienes y mejillas. La anciana de mi derecha incluso se atreve a zaherirle con otra pregunta referida a Cleopatra.

Cuando por fin se retira, derrotado, me paseo unos segundos por el auditorio, para intentar aprehender el estado de ánimo general. Quienes venían a burlarse están contentos. “Un fraude. “Está claro”. “No tiene ni idea”. Los que de verdad tenían interés no están mejor. “Pues me esperaba otra cosa”. “En cuanto le planteas una duda se le cae”. “Es todo fe. Todo fe”. Nadie duda de la verdad oficial.

Para mi sospecha (y en parte para mi desdicha), a la salida me espera la anciana cruel.

—Venga, joven, que te invito a una cerveza, aunque solo sea para compensarte por el cansancio que he sido para tus oídos durante la conferencia —me dice con ese lenguaje arcaico que me ha llegado a ser tan familiar.

Acabamos en una de las cantinas del Museo, delante de dos jarras de cerveza bien fría. Al principio hablamos de trivialidades (resulta ser una conversadora excelente) y pronto caen otras dos jarras, y luego otras dos. Por fin, la conversación retorna hacia lo que acabamos de presenciar.

—Me enervan los hombres como ese Vericola —dice mientras paladea su bebida. Va ya un poco tocada—. Los nahanianos nos han hecho mejores, y él insiste en negarnos… en negarlo, y en seguir con tonterías de hace doscientos años.

—¿Mejores? ¿En qué sentido?

La anciana pone una expresión que quiere ser astuta.

—¡No soy tonta! Está claro que nos otorgan los chismes poco a poco, para que nos acostumbremos a ellos. ¡A saber qué cosas poderosas tendrán y no nos han dado! Y además —baja la voz— tengo amigos, ¿sabes? Amigos que tienen hijos jóvenes, que trabajan aquí, en el museo, en las salas de experimentos y en la biblioteca. Y me han dicho cosas.

—¿Qué cosas? —pregunto. La mujer ha pasado de molestarme a divertirme.

—Que los nahanianos no nos dan… como especie, digo, los aparatos terminados, sino que explican los… —mueve la mano, como si le faltara vocabulario— …las fórmulas, y todo eso que hay detrás.

—Los principios.

—¡Eso! Y dejan que nosotros, que los jóvenes de aquí y de los demás museos, piensen y lleguen a conclusiones —se toca la cabeza—. ¡Por eso nos ha hecho mejores!

—Hay quien diría que nos están… ¿tutelando? —lanzo la idea a ver cómo suena. Pero a la vieja no le impresiona.

—Si nos tutelaran nos pondrían un gobernante de los suyos. Y sin embargo, fíjate, cuando Cleopatra se fue, nos explicaron cómo autogobernarnos. ¡Viva la república de Egipto! —grita. Un par de clientes nos miran—. Nos ayudan, amigo mío. ¿Cuándo nos ayudaron los dioses? ¿Cuándo pusieron medios para que nosotros mejoráramos?

Pero a mí me ha llamado la atención un verbo que ha usado, así que le cambio de tema.

—¿Cómo que Cleopatra se fue? Cleopatra murió.

Se retrepa en la silla y me mira, con los ojos relucientes.

—No, no. Cleopatra se aburrió, y aprovechó la excusa de la sublevación para quitarse sus ropas y huir vestida de ciudadana.

—¿Y tú cómo sabes eso? ¡Fue hace más de cien años! No pudiste verlo, no eres tan… —entonces, dos ideas conectan en mi mente a la luz del brillo de sus ojos—. ¡Ah!

—Qué maravilla los tratamientos de longevidad nahanianos, ¿no es cierto? —pregunta con una sonrisa torcida.

—Cierto es.

—Oye, me guardarás el secreto, ¿no? —dice, preocupada.

—Claro. Y hasta pago yo las tres rondas. No todos los días puede uno invitar a beber a una reina.

Cleopatra se acaba su cerveza mientras me mira a los ojos.


Camino por las calles de Alejandría pensando en la vieja. Pobrecilla. No he logrado determinar si montó toda la pantomima para sacarme unas cervezas gratis o porque está muy sola y quería algo de compañía, pero no me costaba nada darle gusto. ¿Que quería hacerse pasar por mi madre? Pues que se haga pasar por mi madre. Es inofensiva. A mi madre hubo que matarla cuando empezó a tener reparos contra el plan, y yo estaba en la turba popular que se encargó de ello. “Tu quoque, Cesarion?”, dijo cuando me vio. Qué chispa tuvo siempre la cabrona.

Mi informe va a ser muy optimista. No es para menos. Las autoridades nos defienden a capa y espada, y las visiones críticas, que podrían ser una amenaza, son tan ridículas que dan risa. De hecho, la gente las usa más como un teatro en el que se puede humillar al ponente que como una forma de pensar sobre la única pregunta importante: ¿por qué los nahanianos están haciendo esto?

Sí, lo he decidido, redactaré un par de párrafos sobre la vieja. Es la única que se ha acercado, aunque sea un mínimo, a la verdad. Lo de elevar a la raza humana es ingenioso, y además es cierto en líneas generales. Si la señora hubiera entendido que los nahanianos no lo hacen por bondad (¿quién hace nada por bondad en el Universo?) sino porque, cuando la plebe esté sana y bien alimentada, será una carne de cañón intergaláctica estupenda, incluso habría empezado a pensar en ella como una candidata a la realeza.

Y por los dioses que a la buena mujer le vendrían de maravilla los beneficios de la realeza. En especial la longevidad, claro, porque ya está en las últimas, pero no solo. También el conocimiento. Tenía pinta de ser inteligente. Viajar a las estrellas y aprender a los pies de los nahanianos (la realeza solo se arrodilla ante los emperadores), asimilar todos esos conceptos científicos, tecnológicos, sociológicos, jurídicos… sería algo que le volaría la cabeza.

Jugueteo con la idea de volver mañana al Museo (seguro que la señora está siempre rondando por allí) y explicarle a la mujer la idea de explosión demográfica. Qué sucede cuando eliminas el hambre, la miseria, la enfermedad y la falta de higiene pero la gente sigue teniendo hijos. A lo mejor la vieja dejaba de mirar a la gente con arrogancia y por fin entendía, o alcanzaba a entender, de qué iba todo esto.

Al fin, sacudo la cabeza y me olvido de la anciana. Ha sido divertido hablar con ella, pero no deja de ser plebe. Mis verdaderos camaradas se encuentran en las estrellas, al otro lado del pórtico de fuego, y a reunirme con ellos voy. Cantaremos, reiremos, comeremos, fornicaremos y aprenderemos, y cuando estemos ahítos de placeres sensuales planificaremos el futuro de la plebe al servicio de los nahanianos.

El futuro que nos espera es glorioso.





En agosto de 30 a.C. (no queda claro si el día 10 o 12) se suicidó Cleopatra VII Thea Filopator, última faraona con poder efectivo de Egipto. Le sobrevivió su hijo Cesarión, supuesto hijo legítimo también de Julio César; era a la sazón un adolescente de trece años y fue asesinado pocos días después por Octavio, el futuro Augusto, que tenía pocas ganas de aguantar a un competidor.

Mi idea inicial para este relato era que Cleopatra, con su suicidio (o en lugar de cometerlo) invocara a los dioses de Egipto para que derramaran sangre y muerte sobre los romanos. Pero luego me di cuenta de que llevo desde junio de 2018 alternando un relato de ciencia ficción con uno de fantasía o terror mes a mes como un reloj. Fantasía-cifi-fantasía-cifi-fantasía-cifi.

Supongo que no se ha notado mucho porque he tocado distintos subgéneros y porque también introduje un relato realista (el de Perpiñán, hace unos meses), pero yo sí lo he notado. Así que al final decidí escribir, por segundo mes consecutivo, una historia de extraterrestres.

También se me ocurrió que sería buena idea ambientarla tiempo después del hecho, cuando éste ya es un suceso histórico, y jugar la vieja carta de “la conspiración es mucho más grande de lo que piensan los teóricos de la conspiración”. ¿Péndulo de Fouqué? Por supuesto, el personaje femenino está diseñado para que el lector sagaz piense “eeeeh, esta vieja es Cleopatra” y que luego se le quede la cabeza del revés cuando se descubra que la anciana no es Cleopatra pero el narrador sí es Cesarión.

Cosillas de worbu: el Museo de Alejandría existió de verdad, fue la mayor institución de educación superior de todo el mundo desde que lo fundó el primer faraón Ptolomeo a finales del IV a.C. hasta que lo cerró el patriarca Teófilo en 391 d.C. Siete siglos de historia, no está mal. Incluía laboratorios, un zoológico, un jardín botánico y la famosa biblioteca. Por cierto, el típico dato que uno nunca piensa hasta que se lo dicen y entonces es evidente: se llama Museo porque está dedicado a las musas como inspiradoras de las artes y las ciencias. Ah, la isla de Melite, que se convierte en frontera para los romanos, es Malta.

Otras dos cosas: Vericola significa “cultivador de la verdad”. Y Cleopatra, que en el relato se describe como una mujer rubia y de piel clara, era más o menos así: recordemos que venía de una dinastía griega que practicaba con fervor el matrimonio entre hermanos, así que no tenía los rasgos en los que solemos pensar cuando nos imaginamos a un habitante del antiguo Egipto.

Este relato ha sido posible gracias a mis mecenas de Patreon. Me comprometí a investigar una anécdota o curiosidad histórica cada mes y a escribir un relato con ella si llegábamos a los 40 $ mensuales y resulta que llegamos. Si quieres ayudar a que este proyecto siga creciendo, puedes hacerte mecenas por 1 $ al mes.

3 comentarios en “Cleopatra

    • Pues me alegro 😉 Subo un relato al mes, siempre basado en un hecho histórico. Desde hace como un año son de fantasía o ci-fi; antes eran realistas. Si te apetece echarles un ojo, tienes para mucho rato de lectura.

      Le gusta a 1 persona

  1. Pingback: El profesor | Mil elefantes se han posado

Deja un comentario