Lo odiaba, pero era un curro. Ese era un poco el resumen de los últimos diez años. Clara no dejaba de recordárselo cada vez que le venían las ganas de quejarse: no alces la voz, no te metas en política, tú a aguantar lo que te echen. Y tenía razón, que era lo jodido. Sindicalista desde niño, líder obrero durante la república, combatiente en Ciudad Universitaria y en el Jarama, Esteban le debía el estar vivo a que no tenía delitos de sangre sobre su conciencia. Y también a la protección personal de Ricardo Covarrubias, falangista y miembro de Acción Católica.
Más a lo segundo que a lo primero, la verdad.
Por desgracia, la protección de Covarrubias no llegaba hasta el punto de conseguirle trabajo. Había currado como fontanero en toda clase de casas de Madrid (en Vallecas había pocos domicilios con tuberías), pero el boca a oreja siempre había sido su carta de presentación más eficaz. Si no había clientes no había boca a oreja. Y así pasaba los días, entre un curro de mierda y otro. Al menos ese era estable. Siempre que consideraras estable trabajar una sola noche al año.
El lugar de la cita siempre era el mismo: un local abandonado, donde todavía se oxidaba el chasis de un coche viejo. Cuando llegaba (y solía ser el primero), ya estaba allí el representante de la empresa, un señor bajito, con gafas, poquita cosa, que no había cambiado nada en diez años.
—¿Ya por aquí, Esteban? —le decía siempre, con una jovialidad que no podía ser natural.
—Ya lo ve, señor Pereda. Otro año más a repartir ilusión. —Ese pequeño sarcasmo era lo único que se permitía.